Presentado por el Palacio Quintanar, centro de innovación y desarrollo para el diseño y la cultura, de la Consejería de Cultura, Turismo y Deporte de la Junta de Castilla y León.
Sobre la exposición
“La visión es el tacto del espíritu”
Fernando Pessoa
Al fondo, el paisaje se desdibuja ante los ojos, se difuminan las líneas que separan el horizonte y el cielo, lo sfumatto que pintaba Leonardo en la lejanía. Allí, al fondo, curiosos y paradójicos efectos ópticos se nos presentan a veces, haciéndonos confundir la tierra firme con la superficie líquida del agua o con el reflejo metálico de un espejo. Decía Foucault que un espejo es una utopía, que refleja una realidad inexistente, virtual, pero también es una heterotopía, un “otro lugar” real, material y tangible al que, sin embargo, no podemos acceder. En el espacio intermedio entre lo real y lo virtual, entre lo tangible y lo imaginado, entre aquello que nos rodea y aquello a lo que no accederemos nunca, entre lo analógico y lo digital, entre el sueño y la vigilia, todo es posible. La vida es posible.
La vida surge en ese espacio intermedio, surge en la célula que nada en el medio acuático igual que en la semilla enterrada bajo nuestros pies, y necesita de ambos, de la tierra y del agua, para germinar, para evolucionar. Es la simbiosis entre tierra y agua la que posibilita la generación de vida y su supervivencia, el milagro que permite que las leyes de la termodinámica hagan su magia sobre la materia. El diálogo entre tierra y agua genera la conversación de la vida, y no existe la vida en el silencio, sino en el diálogo permanente.
Hay pocos placeres tan grandes, tan sutiles y sensuales a la vez, como pisar la hierba húmeda con los pies descalzos, notando el frescor en la piel, la rugosidad subyacente de la tierra, el aroma vegetal, el latido de la vida en el ir y venir de los insectos. Cerramos los ojos y sentimos los colores a través del tacto y el olfato, la sinestesia de la naturaleza se nos hace presente y nos activa. El contacto directo con la naturaleza viva, de la que procedemos y a la que inconscientemente tendemos a regresar, es un deleite que nos es común y que compartimos. Con los ojos cerrados, sin dejar participar a un sentido tan invasivo como la vista y tan imprescindible en nuestro día a día, el resto de los sentidos se disparan en todas direcciones, ávidos por percibir, distinguir, aprehender y evocar, aventurar, dejarse seducir, y nos regalan imágenes que proceden de nuestra memoria, tras los párpados cerrados. Y entonces nos paramos a reflexionar sobre el doble significado de la palabra “sentir”, entre lo físico y lo emocional, que tan íntimamente se unen cuando la piel nos transmite tanta información sobre lo que tocamos, sobre lo que sentimos. Los sentidos nos devuelven los colores que no estamos viendo, el brillo y la textura sobre la brizna de hierba, el reflejo inaprehensible de la superficie líquida, la luz y la sombra, la profundidad del agua y los cuerpos en suspensión que aloja, la lejanía de la tierra y el color que se desvanece. Nos devuelven también colores que hemos visto en el pasado y que forman parte de nuestro imaginario, los colores que ha captado el ojo del artista, los que ha reinterpretado y traducido, los que ha hecho propios y nos regala en su obra, colores pintados sobre el lienzo, colores vistos y recreados por la lente de la cámara, incluso colores que llegan a nosotros en palabras, colores dialécticos, conceptuales. El verde, el azul y el siena tostada, que ya no son colores sino pulsiones, latidos, murmullos, vibración, regresan a nosotros aún con los ojos cerrados, regresan desde la memoria y nos invaden. Claude Monet, que pasó los últimos cuarenta años de su vida en Giverny, podía pintar sus ninfeas de memoria, y de hecho su pincel volaba sobre el lienzo casi sin intención, libremente, porque había interiorizado cada detalle de su jardín que pintarlo era tan sencillo como observarlo o respirarlo, pintar ese entorno era entrar en comunión con él.
Verde, azul, siena tostada, y el brillo blanco de la luz. Los colores dialogan con los sonidos igual que las sensaciones físicas con los recuerdos, igual que dialogan los distintos medios que utiliza el artista para crear, igualmente fértil en la pintura que en la fotografía, en la poesía que en el vídeo. A menudo, el artista se desdobla en medios diferentes y ofrece su creatividad utilizando lenguajes complementarios. En este caso, la artista, las artistas, porque lo que tenemos delante de nuestros ojos es la obra de dos mujeres que despliegan su capacidad creativa y su percepción de la naturaleza con herramientas distintas pero con una sutil sintonía. Los pinceles de Rosa Juanco y la lente de Mar Garrido, la tierra y el agua. Hasta sus nombres, unidos en esta exposición, hacen honor a esa capacidad de algunos seres de desenvolverse en ambos medios con soltura, esa “anfibiedad” que les permite desdoblarse y hablar ambos idiomas porque tanto la una como la otra los dominan, una y otra nadan y corren y se desplazan libremente en todos los medios creativos que tienen a su alcance. Aquí, la pintura, la fotografía y el vídeo se trenzan para construir la imagen del paisaje que ambas nos transmiten desde su percepción física y emocional y que comparten generosamente con nosotros. Y sobrevolando por encima de este paisaje de Rosa y de Mar, y buceando en sus profundidades, la palabra de Fernando Beltrán que tiembla y susurra, acariciando la superficie, despegando y ahondando.
Somos seres táctiles. Nos comunicamos con la voz, con la mirada, pero percibimos con todos los sentidos y, sobre todo, con el tacto. Percibimos sensaciones, pero también entramos en comunión con aquello que tocamos, y compartimos información sólo en ese acto de tocar que requiere tiempo, concentración y un cierto grado de disfrute sensorial, porque al tocar establecemos una relación con aquello que tocamos y construimos un puente de diálogo y comunicación con ello. Las cualidades del objeto, su suavidad o rugosidad, su peso, su temperatura, su textura satinada o pegajosa, provocan en nosotros una serie de sensaciones hápticas muy profundas que desencadenan estímulos de índole muy diversa y que se pueden extender por todo nuestro cuerpo, y llegar al cerebro evocando sensaciones afectivas, sinestésicas, como emociones o recuerdos, conectándonos con el resto de nuestros sentidos y convocando, en definitiva, sentimientos.
La piel, como el mapa, como la hoja en blanco, como el lienzo en blanco. La superficie rugosa de la tierra como la brillante superficie del agua. Los dedos que nos tocan como el pincel que se detiene en el viaje del gesto, como la pluma que dibuja palabras, como la pantalla donde se proyecta la imagen en movimiento. La piel sólida y líquida, y también la piel conceptual, abstracta, es un laboratorio y un campo de batalla del que el artista se sirve y sobre el que derrama sus herramientas, sus armas. La piel es un “otro lugar”, recuperando aquella heterotopía de Foucault, entre lo real y lo virtual, y la piel sobre la que los artistas trabajan nos devuelve la imagen y la palabra transformadas desde el medio natural hasta nuestros sentidos despiertos y atentos. Disfrutemos con ellos, dejémonos invadir por el latido de la tierra y por el aroma de la humedad, por el sonido del agua cuando corre y el de las palabras luminosas y brillantes, dejémonos invadir por la luz y descansemos en la penumbra bajo la sombra, en el susurro, en los límites que se desdibujan en la lejanía, sintamos con los dos significados de la palabra, respiremos libremente bajo el agua y al regresar a la superficie, porque la obra que nos ofrecen Rosa, Mar y Fernando, cada uno con en su idioma, es la naturaleza abriéndose camino hasta nosotros. Dejémonos seducir.
– Marta Pérez Ibáñez